Cuando era niña

traían a mi casa

una Virgen chiquita,

encerrada en

una urna de

cristal.

Tenía al niño

en brazos

(era una Virgen

fuerte,

porque no se cansaba

nunca

de llevarlo así).

 

Las Vírgenes

se paseaban en

jaulas doradas

por mi pueblo,

adornadas con

flores blancas

de plástico.

También traían

una hucha

(que no se me

olvide esto,

que es muy

importante:

no venir

dando,

sino pidiendo).

 

Mi madre

(parece que la

estoy viendo),

antes de echarle

una moneda,

le hablaba

bajito

–que no era rezar,

que eso es otra cosa–

y le contaba

hasta mis

intimidades

(por ejemplo

que yo había

desarrollado

antes el

pecho que

el cerebro).

 

Así que con

el tiempo y

sus visitas,

la Virgen,

esa de corona

dorada y

vestido

de un celeste

rancio,

se convirtió

en una de mis

mejores amigas.

 

Porque aprendí

que si

le contaba mis

pecados

estaba salvada y

por muchos

que hiciera,

nunca,

nunca,

nunca,

iría al

infierno.

 

 

**********

Anoche, en una de esas charlas inolvidables, leí este poema que hice en el 2010 y recordé a Javier Rioyo, uno de mis mentores (ahora amigo) cuando empecé a escribir poesía.

Él me decía que la ironía era muy importante en los versos y en la vida y que si somos capaces de trabajarla, nos lo pasaremos mucho mejor.

Por eso nació este poema, que une los recuerdos y la ironía.

No está en ningún libro, así que no puedo promocionar mi obra, jeje. Es inédito y seguro que lo publiqué en algún momento. Si no, os invito a trasladaros a esos momentos de infancia en los que esa Virgen era la reina de la casa.

Anoche, también, oí música de hace muchos años y, sin duda, me quedo con este temazo de Mari Trini.

Os lo dejo para que esta semana comience con mucha fuerza y luz.

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