Visibilidad a corazón abierto. A mi abuela no me dejaron verla

Trinidad Rodríguez viuda de Sáenz de Tejada abuela de Yolanda

Desde el año 2009, cada lunes de mi vida publico el #PoemaDeLunes (menos cuando me subo a las montañas y me desconecto de las redes un par de veces al año).

A ti te parecerá algo nimio o sencillo, pero para mí es uno de los actos más heroicos que realizo, igual que dejar poesía en los trenes cada vez que viajo, o en los aviones, o en los taxis y en los cuartos de baño. Para mí, empaparte de versos es una hazaña que defiendo aún cuando mi cuerpo o mi cerebro no han estado para “esas tonterías” como me decían cuando empecé.

Ahora es sencillo que me llamen poeta, pero para que te lo llamen, antes, has de sentirlo tú en tus carnes y en tus noches de frío, en las de “me muero de rabia y no puedo gritarlo” o en tu piel sin pelo cuando has decidido quedarte en bolas y ser sincera contigo, primero, y con el mundo después.

Por eso quiero estrenar esta newsletter con un poema de los que quizás hayáis leído y que no está publicado en ningún libro aún, el de mi abuela renacentista que me enseñó tanto y a la que nunca me dejaron visitar en su tumba.

Y quiero hacerlo porque me recuerdo a mí misma que Aquella persona que nos entrega amor, ni una batalla de infiernos puede arrebatárnosla y porque en el entorno empresarial, es muy difícil que compitan contigo si amas lo que haces y a las personas que te ayudan a conseguirlo.

Os doy la bienvenida a este corazón abierto en el que encontraréis muchas de las herramientas que comparto con el mundo en los escenarios y mis cursos y, también, muchas de las flores que siembro.

Gracias por vuestra atención y por leerme. Gracias por vuestro hermoso tiempo. Os abrazo con mi abuela.

 

A mi abuela

nunca la pude visitar

en su tumba.

Su polvo de estrellas

Estaba a recaudo

en un terreno

prohibido.

 

Sin embargo,

durante muchos años,

le escribí cartas

preñadas de historias

cotidianas,

como las que compartíamos

cada noche

que bajaba

a dormir con ella,

en esa casa con techo

de cristal

y un montón

de lunas en su mirada.

 

Aprendí a que viviera conmigo

en mis escapadas al cielo,

en mis suspensos

o en mis retos conseguidos.

Aprendí tanto

a tenerla presente,

que olvidé que había un lugar

donde llorarla

(con todas las lágrimas

que sembré en mi cama…).

 

Aunque sé que se fue

(ya lo creo, me lo recordaban

a cada suspiro),

ella se quedó conmigo.

Y hoy, que descansa en un

cementerio municipal,

yo, que fui a su otro entierro

cuando nos la devolvieron,

muchos años después,

nunca volví a él,

porque aprendí

a retenerla en mi casa

con toda su alegría

y su pelo blanco de nube.

 

Bendita ella,

que tanto amor me abonó

en este cuerpo

florecido con su nombre.

 

 

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